20.3.07

Condiciones de Apareamiento




Un mail que recibí hace unos días me cuestionaba una supuesta postura provocadora. La recibí como el mejor de los halagos ya que de eso se trata.
Parece un cuento remanido, pero últimamente no se habla de otra cosa. La transversalidad ha vuelto a transformarse en el eje de construcción de la política nacional.

La sola mención de la palabra suele despertar algunas sospechas. Cuando arrancó el gobierno, Kirchner procuró circular un camino nuevo que le diera sustento barriendo horizontalmente las antiguas líneas partidarias.
Algunos compañeros encargados de arrancar con esa movida interpretaron que se trataba de armar un seleccionado con los “renegados” de los partidos tradicionales y que esto concitaría el fervor de los independientes hacia un compromiso militante.

El primer intento transversal se nutrió entonces de venidos del Frepaso, del Frente Grande e incluso del ARI, en síntesis ex PJ y ex UCR.

Lejos de querer lastimar a nadie, no se trataba de espacios surgidos de la gloria sino más bien del fracaso. Del fracaso de haber “perdido adentro” las discusiones vectoras de la concepción de lo que para ellos deberían significar sus respectivos continentes. No fue por comodidad sino por abulia y descontento con las políticas que los partidos habían esgrimido, fundamentalmente, desde la dictadura para acá.

El derrumbe de la ilusión del Tercer Movimiento Histórico proclamado por Alfonsín y el recientemente fallecido sociólogo Juan Carlos Portantiero, transitó hacia la paradoja de devaluar la UCR con un proceso inflacionario incontrolable, y en especial ante la imposibilidad de sostener el discurso con la acción.

La renovación peronista del 87 sucumbió cuando algunas de sus principales espadas expresaron el gustito por la “buena vida”.
El PJ de los 90 fue un partido conservador y ultraliberal que contuvo a los dirigentes más ambiciosos, económicamente hablando, claro está.

Permítanme algunas palabras sobre el menemismo al que se lo puede atacar desde la ética ejercida en la función, en su concepción económica entreguista, en su autoconvencimiento de que la historia importaba menos que un viaje a Paris o de su apego por el narcisismo. A pesar de que estas y muchas otras cuestiones puedan endilgársele con justicia a aquellos tiempos, no ha quedado lo suficientemente arraigado que el peor daño producido fue una reducción sustancial de los niveles generales de moralidad pública, modificando el piso para los funcionarios pero también para la población. Así el noble paradigma nacional de “mi hijo el doctor” se reemplazó por “el que tiene guita hace lo que quiere”.

El Pacto de Olivos, además de permitir la reelección de Menem, un Senador por la minoría y la reforma constitucional del 94 fue la hipoteca signada por los dos mayores exponentes de ese tiempo entregando como garantía el bipartidismo.

Las atrocidades producidas por Menem en ejercicio terminaron con su historia. El Pato Donald hubiese ganado las elecciones a cualquier hombre del mismo palo. Duhalde pierde en el 99, aún con una propuesta opuesta a la del gobierno anterior y mediante una fuerte escisión interna porque la desconfianza popular excedía a Menem tiñendo todo lo que tuviera olor a peronismo.

El socialdemócrata radicalismo pensado por Alfonsín cayó derrotado por la global onda neoliberal de los tiempos que acuñaron a Menem. La segunda década infame desarticuló el discurso de la UCR (y del Frepaso) convirtiéndolo en una propuesta híbrida que clamaba, con la Alianza, la continuidad del modelo económico pero con un poco más de transparencia.

Aquella, ideada por Alvarez y Alfonsín demostró tres cosas: que Chacho hubiera necesitado ansiolíticos, que Alfonsín podrá ponerse viejo pero nunca boludo y que De la Rúa merecería su propia atracción en Disneylandia.

La ciudadanía cacerolea –independientemente del corralito- porque el menú político a la vista ofrecía como opciones delincuencia o inoperancia. “Que se vayan todos” no fue un slogan sino un razonamiento lógico: con los militares fuera de juego y la política arruinada “dejen que el destino lo arregle”.

De aquí para adelante la memoria es más atenta y pido disculpas ya que esta apretada síntesis está dirigida especialmente a los más jóvenes. Veamos entonces que es lo que traemos como semillas para la construcción de este repollo.

La Transversalidad es uno de los cuños del siglo XXI argentino y expresa una comunión que procura ir más allá de los límites partidarios. Es difícil, sin embargo, construir con cenizas.
La Concertación es una profundización de la transversalidad, o más bien un blanqueo donde no ingresan sólo “renegados” sino también referentes con peso propio, ergo: ganadores en sus distritos.

El camino simple no necesariamente resulta el más apropiado. Tal vez por esa razón ahora se haya preferido cambiarle el nombre. Vamos a tratar de utilizar pocos eufemismos, la Concertación trata de un agrupamiento de “personalidades” de diverso origen con un determinado prestigio y/o apego territorial.

La agilidad del PJ y el rápido encuadramiento de la dirigencia recuerda al girasol. Aún así, las disputas binarias producen alineaciones fortuitas que han parido, en la provincia de Buenos Aires por ejemplo, un kirchnerismo puro mezcladito con menemistas, felipistas y duhaldistas.
Los últimos en caer son siempre oposición férrea aunque no necesariamente por convicción sino por una simple cuestión de tiempo.

El radicalismo también tiene sus cuitas. Los que han mantenido territorios a pesar del lastre de sus referencias nacionales se expresan hoy como dueños exclusivos de su destino y por ende ni sueñan en sacrificarse por el partido. Así hay radicales radicales (RR), radicales opositores (RL) y radicales oficialistas (RK). En cualquiera de los tres casos la discusión no ignora especulaciones de posicionamiento electoral…. Qué paga más.

Conozco el progresismo radical de Gerardo Zamora en Santiago del Estero y no es muy diferente del futuro progresismo peronista de Juan Schiaretti en Córdoba, ni el de muchos intendentes y legisladores en la Provincia de Buenos Aires.

Podrá llamarse Concertación o como les guste, nadie debe preocuparse por el nombre: Charles puede ser Manson o Chaplin.

Son simples y baratas las apreciaciones que un militante puede hacer desde su casa incluso cuando reconoce la urgencia de construir un proyecto nacional garantizado por una conducción indiscutible.
Es deseable no perder de vista la importancia de persistir en la construcción y en el debate en niveles inferiores a la Casa Rosada. El poder se consolida con votos pero se legitima con adherentes convencidos y comprometidos.
Un somero repaso de la historia reciente exhibe con crudeza la inobjetable realidad de que ganar una elección sólo garantiza los cargos.
El poder y la política deben marchar de la mano, de lo contrario hablar de política será sólo un ejercicio intelectual y tener poder una mera obtención de sueldos públicos.

Nuestra política necesita poder como garantía de retroalimentación y crecimiento. Aún así, mientras el poder soluciona los problemas laborales, de ingreso e inserción social de quien lo detenta, la política permite atacar el desempleo, mejorar el reparto de las riquezas y propender hacia una movilidad social ascendente.

Kirchner ha recompuesto la autoridad presidencial legitimándose a partir de su gestión, quizás nuestro humilde trabajo consista en plagiarle las virtudes animándonos a reconocer (y modificar) que lo que la sociedad opina sobre los políticos no refiere a las chapas sino a lo que se ha hecho con ellas.
Y esto, tal vez, nos ilumine para diferenciar a los que están concertando de los que andan contorsionando, una vez más.

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